Llegué a casa completamente desconcertada. El cielo reflejaba oscuridad, sin embargo, para mí era de día. Luego de estar sumergida por una larga temporada en ése ambiente mágico, llamado noche, dejándome envolver por sus luces amarillo tenue, hoy alguien abrió la cortina intempestivamente y me señaló el cielo claro.
Abrí los ojos a través de una sonrisa de comprensión, asintiendo con la cabeza y negando con el alma, mientras retrocedía y borraba todo lo escrito; borraba a Benedetti, a Neruda, a los dibujos, a Chopin con cigarrillo, a expresos, a los cuadros vistos, a las sillas juntas, a la música compartida, al invierno en verano, saludando con llanto a la luz blanca y fría, a empezar a abrigarse, a empezar desde cero, como una novela que se relee mil veces porque es demasiado buena para terminarla, sabiendo al mismo tiempo que ha sido de los libros más bonitos que he abierto, pero como todo buen relato, se acabó.
Tengo veintemil cosas más que decir, pero no me salen, he estado escribiendo hace mucho y nada encaja con todo lo que tengo por decir. Como el escritor ante la primera novela, sentado frente a la página en blanco con crisis de ideas, o peor aún, con crisis de expresión, porque siente tantas cosas increíbles al mismo tiempo, que no sabe por dónde comenzar.